domingo, 20 de noviembre de 2011

Sí hay que hablarlo


Hace poco tuve una frívola conversación en Facebook frente a un estado (de una persona que no haré pública), que aseguraba que odiaba a los suicidas, ya que le parecían gente sin ideas. Los asociaba con un símil que venía a decir que eran como novelas que finalizaban con un “...y todo ha sido un sueño”, como si los sueños no tuvieran a sus antagónicas pesadillas. La dialéctica fue desagradable y agria y me di cuenta del gran desconocimiento que hay por parte de la sociedad sobre el tema del suicidio. Yo he salido del armario y lo hablo (casi) con naturalidad. Presento unos síntomas que encajan en su mayoría con un Trastorno límite de la personalidad  y me he intentado suicidar catorce veces, siendo la última, el pasado mes, muy grave. He anunciado el fin definitivo de la violencia contra mí misma, llevo un mes sin ejercerla y espero poder seguir luchando contra unos impulsos que me hacen un daño infinito. A mí y a los que me rodean. El otro día le comenté a mi psiquiatra, la doctora Ana Sanz, el estigma que acompaña al suicidio. No solo tenemos que vivir con el sufrimiento que hay detrás, sino que debemos cuidarnos de no contárselo a nadie, de mantenernos en el silencio. He sufrido discriminación por parte de varias personas a lo largo de mis estudios al tener que presentar un justificante que disculpara mis largas ausencias en clase, debido a internamientos o crisis. Si hubiera sido una enfermedad física, como un cáncer o, simplemente, el escayolamiento de una pierna, no habría pasado nada, pero claro, era una enfermedad mental y, por lo tanto, una persona peligrosa para los alumnos, una persona no apta para ejercer su profesión (profesora de lengua y literatura) o una persona incapaz de sacar adelante sus proyectos, con su consecuente penalización en las calificaciones. A estas alturas tengo más que comprobado que, si se habla del tema, estoy condenada. Así ocurrió en aquella conversación pública de Facebook, en la que se me llegó a tachar de “exhibicionista” o de censurarme alegando que el suicidio siempre ha estado (“históricamente”) y debe de estar relegado a lo privado. Tampoco faltaron los que exalzaron a conocidos suyos que intentaron suicidarse y que “nunca lo dijeron” y que, por supuesto, al final lo consiguieron. Abundaron las burlas al hecho del número tan elevado de veces que he intentado, sin éxito, mandarme al otro barrio. Al final me echaron de la conversación: “Leila. Corta. Vete. A esta hora se conectan los más crueles”. Y así se sucedían sandeces tras sandeces, unas más hirientes o absurdas que otras, sin el menor índice de educación o sensibilidad. Al final desistí. Se puede hablar con quien se opone radicalmente a ti, pero no a quien te falta al respeto o te insulta por respuesta, es perder el tiempo. Debido a “esa privacidad” y a “ese silencio” que casi se exige a los suicidas, muchos llegan a conseguirlo. Y aún se les admira por la discreción. Con esta aceptada posición, lejos de echar un cable a los que padecen enfermedades con inclinaciones suicidas, lo que hacen es un gran daño a este sector de la sociedad. Yo tengo la suerte de tener unos padres y una pareja que están a todas horas encima, pero a otros no les resulta tan difícil estar solos.

Sé y comprendo que este tema es muy turbio. Hay mucho desconocimiento, seguramente pretendido, respecto al suicidio. También mucho miedo. Hace poco salió en El mundo un muy buen artículo titulado “Vidas difíciles”, que trataba el suicidio y, en especial, el suicidio en los que tienen un TLP. En España el número de suicidios superan las víctimas de tráfico, siendo la media de diez personas al día. Mi psiquiatra hacía una preocupante reflexión: “Esa solo es la cifra de quienes lo consiguen”. Por norma general, quien intenta suicidarse padece una enfermedad mental y, por lo tanto, esto no es un caso que tenga que relegarse a lo privado, sino que es un problema muy serio de salud pública. Detrás, no ya de cada intento efectivo de suicidio, sino detrás de cada intento a secas, hay un sufrimiento tan profundo y angustioso, que creo la persona que lo experimenta merece todo el apoyo y la ayuda del mundo, amén de un especial cuidado y cariño. Yo he llegado a argumentar tan razonablemente mis ganas (y derecho) de irme al otro mundo, que he llegado a desconcertar no solo a mis seres queridos, sino a mi propia psiquiatra. Una vez pasada la crisis, te das cuenta de que estás dominada por un estado que ni mucho menos deseas, que muchas veces se escapa de tus actos más sensatos y cabales.

Con esta entrada no pido ayuda, ni apoyo, ni cariño ni entendimiento, solo respeto y un poco más de concienciación. Que no se hable en los medios de este problema es una desayuda, pero comprendo que se tema a un efecto llamada y se tenga excesiva prudencia a la hora de hablarlo. De hecho, “Vidas difíciles” iba acompañado de un rótulo que indicaba que era la “Parte I”. Nunca hubo esa “Parte II”.

2 comentarios:

  1. http://www.elmundo.es/elmundosalud/2012/02/15/neurociencia/1329336475.html

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  2. Que profundo tía, me quito el sombrero ante tí!
    Besos

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No tienes que ser serio, se permiten chorrazos.