viernes, 12 de agosto de 2011

Problemólogos y solucionólogos

Es la cruda realidad: tanto Máster y tanta mierda y al final son chavales de entre 12 y 18 años los que me están enseñando a ser maestra. Qué lástima de dinero perdido. De dinero y de tiempo haciendo el imbécil durante un año, yendo a clases que me han importado más bien poco e inspirado menos. Intento recordar el Máster y se me viene a la cabeza una nebulosa parecida a un sueño o una borrachera de desgana, de sopor, de indiferencia, de pesadez, de apatía, de tedio, de hastío y todos los sinónimos que se os ocurra. Salvo en tres asignaturas, no me concentraba en ninguna, no prestaba atención, mis ojos se perdían por lugares más interesantes y mis pensamientos eran la única materia a la que iba tras tres horas de viaje para ir a Alcalá “¿Tres horas? ¿tanto tardas? ¿a las cinco y media te levantas?”, me preguntaba burlonamente el coordinador del Máster. Pues sí, y a veces tardaba más de tres putas horas. Porque yo me levanto en el Barrio del Pilar, hago la cama, saco a mi perra a pasear, desayuno tranquila, me visto, me aseo, me maquillo y salgo por la puerta a esperar un jodido autobús que a veces llegaba a tardar veinte minutos en venir.

No han sido pocas las veces en las que he pensado en abandonar, pero mi familia, mi gran amigo Juan Pablo, mi adorada Rosalía, o mi muy admirado Fernando Gómez me alentaron para sacarme el maldito título como un incómodo trámite para hacer un doctorado y opositar. Nunca había trabajado tanto y aprendido tan poco. Y no es solo un sentir personal, mis compañeros tenían el mismo sentimiento de desencanto, bochorno y desmotivación. Prometimos escribir una carta al director del Máster, pero no sé si por miedo o pereza, el proyecto parece que no avanza. Llegué a hablar con el Defensor Universitario, pero mi rogada discreción en vista de los futuros resultados fue violada en menos de lo que canta un gallo, llamando al director del Máster, que se encargó de que mis quejas llegaran a oídos de mi muy estimado coordinador del Máster. Genial. Había problemas como la nula coordinación entre los profesores o la absoluta ignorancia a los correos que les escribíamos, con sus tardías y escuetas respuestas que la mayor parte de las veces poco o nada aclaraban. La mayor parte de las asignaturas se convertían en dos por estar repartidas entre dos profesores, algunos se dedicaban a leer Power Points durante una hora y otros no impartían clases y se dedicaban a mandar trabajos y más trabajos a mansalva que luego corregían con veneno sacándole defectos, deficiencias y todo tipo de taras. Cuando supuestamente es lo que tenían que impartirnos, daban por sentado cómo se realizaba una secuecia didáctica, una unidad didáctica o una programación y luego cuando entregábamos los trabajos nos echaban en cara no haberlo hecho bien, ¡Señores! ¿Estamos tontos o  hacemos submarinismo en el water? Luego estaban los profesores demasiado sensibles a los que en cuanto les decías algo que les contrariaba (“Yo creo que no hay malos alumnos, sino malos profesores que no saben motivar”), se armaba el rosario de la aurora. Había una que se ponía a darnos clases para primaria cuando nuestro Máster es de secundaria, bachillerato, cursos FP y enseñanza de idiomas. Alguna hasta amenazó con hablar con el Rector de la universidad por negarnos a soportar un ritmo de trabajo semejante a una explotación. Con un profesor tenía la seguridad absoluta de que no se leería mi trabajo y entre las páginas escribí el cuento de Caperucita. Saqué un notable fabuloso.

 También me hacía mucha gracia el control de la asistenecia a clase a alumnos entre la veintena y la treintena, como si no tuviéramos madurez o responsabilidades a esas alturas de la vida (trabajos o hijos, por poner ejemplos). También era cómica esa férrea firmeza a ajustarse a todo lo que diga la LOE y el currículum, como si no existieran faltas, como si no fuéramos personas adultas con criterio capaces de juzgar lo que nos dicen y rodea. Si no existieran jóvenes que luchan en contra de las premisas educacionales de hoy en día, todavía estaríamos con la Ley Moyano de 1857, siendo generosa y no yéndome más atrás. Es este Máster han querido enseñarnos a ser profesores “profesores” que no saben serlo. Quisiera hablar más adelante con más tranquilidad sobre la enfermedad de la que estoy saliendo y que he sufrido durante tres años, pero el trato discriminatorio por parte de algunos profesores ha sido vergonzoso. Quizá si me hubiera quedado en silla de ruedas me habrían hecho la vida más fácil, pero las enfermedades mentales están a leguas de ser tan respetadas como las físicas. Me llegaron a decir que quizá ser profesora no era mi vocación, cuando ahora me encuentro felizmente dando clases a niños que, para mi satisfacción, están avanzando en la materia que les imparto.

Me estaba muriendo de ganas de gritar por el infierno al que me han sometido (me han hecho hasta llorar de pura rabia). Tampoco quiero seguir con la lista de sinvergonzonerías vividas durante el Máster, aunque no descarto que más adelante me dé por vomitar alguna más. Lo bueno del Máster es que me ha tocado una clase brillante, unos compañeros competentes, generosos, agradables y muy implicados en el mundo de la enseñanza. Todos tenían unas enormes ganas de aprender y de compartir, de ser un bloque de una mecánica perfecta y creativa. Al final, en la tesina, no nos dejaron lucirnos como Dios manda, ¡un cuarto de hora para defender a veces más de 70 páginas!. Los últimos aprendieron, pero los primeros tuvimos que defender ridículamente un trabajo que nos ha llevado horas y horas de esfuerzo. El tribunal de junio fue espléndido, pero el de julio me-cago-en-la-madre-que-los-parió (y remito a las palabras de Darío Villanueva "El Diccionario no puede ser políticamente correcto porque la lengua sirve para amar pero también para insultar. No podemos suprimir las palabras que usamos cuando nos enfadamos o cuando somos injustos, arbitrarios o canallas"). Me tocaron los peores profesores del Máster y de mi carrera. El destino es asombrosamente puto. Se dedicaron a despellejarme más tiempo del que me dieron para defender mi tesina (valorada dos veces con un 10 por los dos de los mejores profesores de la universidad). Me la pusieron a caldo y no entendieron absolutamente nada. Me dieron la oportunidad de defenderme, pero “Me abstengo”. Ya no podía más, era absurdo quemarme, me tenía prohibido –por la inutilidad que suponía frente a los que tenía delante- reivindicar, aunque a veces lo peligroso me tiente. Para ellos yo no era parte de una solución, sino la parte de un problema.