lunes, 14 de noviembre de 2011

Salir a la calle


Ayer descubrí la entrada al teleférico de Madrid. Estaba nublado y el frío se colaba por los agujeros del chaleco de punto que me había comprado en Malta. Milka estaba radiante, feliz, corriendo como un potrillo por el césped, apareciendo de detrás de los matojos, rebozándose por las zonas cuyo olor le parecía más interesante y seduciendo a cualquier compañero que se le cruzaba por el camino. Yo tenía sopor. Después de estar dos años tomando pastillas para dormir, todavía me cuesta coger un ritmo razonable de sueño. Últimamente en mi metabolismo se ha puesto de moda despertarse entre las tres y las cuatro de la madrugada y pensar que no podré dormirme en la vida, como cuando estamos tan hambrientos que no sabemos si lo que queremos es comer o rechazar bajo todo concepto cualquier migaja de comida “¿Estás bien?”, me pregunta constantemente Guillaume. Es que no me puedo dormir, la cama me pica, me asaltan calores y los párpados me molestan. Me hago una tila con botones de rosa y normalmente, ese “lavatripas” –como lo llamaría mi abuela- es infalible. Me pongo dos sobrecitos, dejo que se concentre mucho y me lo tomo a sorbos lentos, mirando a mi pequeña familia dormida, tenuemente iluminada por una vela, respirando de forma plácida. Después de una noche de insomnio intermitente, tengo mis momentos de abatimiento diario. Miro los árboles sometidos al otoño, la alfombra de hojas marrones y la tierra compacta por la humedad. Huele bien, el Parque del Oeste es un buen refugio pegado a la gran ciudad, donde es fácil creerse que se respira un aire benigno. También me creo que no estoy sola: salir a la calle es siempre una alternativa para sentirse socialmente acompañado. Pienso en lo bien que huelen las rosas de la Rosaleda, me sorprendo de que a estas alturas del año todavía nazcan flores y en que debería salir más de casa para no terminar creyéndome mi reducida realidad. Ruth me dice que necesitamos un trabajo porque estructura nuestra rutina. Te exige movilización y tener ideas. Yo mientras tanto busco la motivación hasta debajo de las piedras, de las hojas y las sábanas. Quizá algún día me vaya al Pardo a ver bichos, a volverme a creer que soy capaz de movilizarme, que la naturaleza me motiva más que mi casa, que mi día a día no se limita a imágenes y mundos de ficción, al pie de una estufa de aire, convencida de que estoy sola.

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